La naturaleza y las perspectivas de la ola de protestas sociales en Rusia.
“Cada generación necesita una nueva revolución” Thomas Jefferson.
“Lo más peligroso es crear un sistema de revoluciones permanentes” Vladimir Putin.
Las manifestaciones del 10 y 24 de diciembre de 2011 en Moscú, en las que participaron decenas de miles de personas han demostrado claramente que el período de pasividad social en Rusia ha sido superado: la era de Putin llega a su fin. La última vez que manifestaciones de esta magnitud tuvieron lugar en Moscú fue en 1990-1991, en el apogeo de la ola democrática dirigida contra la dominación del PCUS. Después de aquellas acciones, el sistema de partido-estado de la URSS se rompió. Quienes participaron en aquellas movilizaciones, hace veinte años, sentían el mismo ambiente que se siente ahora: la revolución está en el aire.
La ola de protestas ha desacreditado un mito clave del putinismo bajo un pretendido consenso duradero entre el pueblo y las autoridades de Rusia. Resultó que no era un puñado de “marginales” quienes protestaban, eran masas muy activas de gente común que no quería perder sus derechos civiles y políticos a favor de la “estabilidad” de Putin.
Muchos se sorprendieron con este despertar cívico tras diez años de hibernación social, pero, de hecho, era inevitable. El margen de seguridad del régimen que se instauró en Rusia en la frontera de dos siglos, ha venido reduciéndose desde el principio.
El bonapartismo de Putin
El surgimiento del régimen autoritario de Putin fue una consecuencia lógica de los procesos socio-económicos y políticos que habían tenido lugar en Rusia desde principios de los años 90 del siglo XX. El Crash del sistema de partido-estado y la formación de estados-nación sobre las ruinas del imperio soviético fue el triunfo de una revolución democrático-burguesa. Pero sus tareas (la democratización radical del sistema político y la expropiación de la clase dirigente; la burocracia) solo han sido realizadas parcialmente. Las fuerzas políticas representantes del partido “reformador” de la antigua burocracia han recuperado la iniciativa, lo que ha reducido drásticamente el alcance de las transformaciones. En lugar de crear un sistema político totalmente nuevo en Rusia, mediante la convocatoria a una Asamblea Constituyente; se ha formado una mezcolanza entre las viejas instituciones soviéticas y las estructuras autoritarias presidenciales. En 1993 estas últimas fueron las que se impusieron, lo que condujo a la instauración de una república “hiperpresidencialista”. Cómo las bases del antiguo régimen no habían sido destruidas y las nuevas autoridades nacieron como resultado de los trapicheos entre los grupos dirigentes, los supervivientes de la antigua Nomenklatura han terminado ocupando los puestos claves de la élite política post-soviética. Así, el período de 1992-1999 resultó una especie de Termidor de la tercera revolución rusa.
Como muestra la experiencia histórica de las revoluciones, después de Termidor viene el bonapartismo. Al completar el proceso de privatizaciones a finales de los años 90, la clase dominante quería un sistema estable de “orden” que ha asegurado el mantenimiento (“la conservación”) del statu quo. Por lo tanto ya no son necesarios los elementos liberales del régimen que permitieron a los grupos de élite reforzar sus intereses, enfocados a acentuar la competencia, durante la época de las privatizaciones. De ahí la fuerte demanda de conservadurismo encarnada en la figura de Putin, árbitro supremo y garante de un “nuevo orden”. Putin se convirtió en un verdadero centro de poder; las elecciones a los órganos dirigentes liquidadas de facto, el sistema de partidos sustituido por el simulacro de presentarse como candidato al Kremlin, los medios de comunicación convertidos en máquinas de propaganda, etc. Todo era bueno para las masas de funcionarios, altos directivos y nuevos ricos, miembros dóciles de “Rusia Unida”, como costo a pagar por la “estabilidad”. Esta situación es muy parecida a la que Karl Marx había descrito en su artículo sobre el bonapartismo francés del siglo XIX: “La burguesía reconoce que su propio interés le demanda evitar los peligros del autogobierno; para restablecer la calma en el país, primero hay que devolver la calma a su parlamento burgués; para preservar su posición social, debe ceder algo de su poder político. Los burgueses no pueden seguir explotando a las otras clases y disfrutar tranquilamente de la propiedad, la familia, la religión y el orden, a no ser que su clase esté condenada a la nada; igual que las otras clases. Para salvar su cartera, la burguesía debe necesariamente perder su corona; y la espada que la debe proteger es también, inevitablemente, una espada de Damocles que pende sobre su cabeza.”
Mientras que la mayoría de la clase dominante había apoyado la instauración de un régimen bonapartista, la población rusa se mantenía más bien indiferente. No llegaban a diez mil personas las que se manifestaron por la libertad de expresión en Moscú, a principios de la década del 2000, y muchas menos en contra de la segunda guerra de Chechenia. Pronto estas manifestaciones cesaron e incluso la explosión de “la rebelión de los jubilados”, provocada por la monetización, tampoco cambió la situación. Este adormecimiento se explica principalmente por motivos económicos; el régimen de Putin se instauró cuando la economía estaba atravesando un período relativamente estable. Ni que decir tiene que las autoridades han justificado astutamente su política, pero en realidad este fenómeno se debe a varias razones objetivas. En primer lugar, ha quedado completada la transformación estructural de la economía rusa; por lo que ha finalizado la gravísima recesión de la transición de 1992-1999. En segundo lugar comenzaron a incrementarse fuertemente los precios de los hidrocarburos y los principales productos de exportación. En tercer lugar, la crisis financiera de 1998 condujo a un fuerte aumento de las importaciones en detrimento de los productos rusos. Durante los años 90 del pasado siglo, con sus crisis, déficits presupuestarios, inflación galopante, retrasos en el pago de los salarios y las pensiones; los gangsters suspiraban de placer. En la mentalidad de las masas, la mejora de la situación socio-económica parecía olvidar, por el momento, el recorte de derechos civiles y políticos.
Sin embargo la fuerza de los hechos sostiene que a los períodos de reacción suceden siempre los empujes sociales y políticos. Y la buena coyuntura económica lo favorece; cuanto menos se tiene que ocupar la gente por su supervivencia cotidiana, más se ensancha su horizonte, más preparados se sienten para la militancia consciente. Además, el aumento de los bienes públicos impone la cuestión de su reparto: ¿quién se beneficia fundamentalmente de esta estabilidad económica? Como muestra la historia de los movimientos populares, desde los levantamientos en Rusia a principios del siglo XX hasta la reciente “primavera árabe”, detrás de la fachada de un bienestar exterior de los regímenes autoritarios puede acumularse un potencial explosivo de contestación.
“Ni los de abajo quieren ni los de arriba pueden más”
Putin tuvo la culpa de creer que los altos precios del petróleo le permitirían pagar la lealtad de las masas. Aunque en el año de crisis de 2008 el precio del petróleo era el doble de alto que en 2000, a partir de ese momento, según los sondeos, las autoridades siempre han perdido terreno. Y la razón no sólo es el estancamiento de la renta real de la población. Lo más importante es el sentimiento de injusticia del sistema actual; donde unos (la minoría) gozan de todos los beneficios y otros (la gran mayoría) sólo pueden acceder a las migajas del pastel. Igual que a finales de los años 80 /principios de los 90, cuando la aspiración a la justicia social se convirtió, del mismo modo, en un factor importante de conciencia.
Efectivamente, desde la instauración de “El orden de Putin” las desigualdades sociales en Rusia no han dejado de crecer. Las catorce personas más ricas concentran en sus manos el 26 % del PIB. Bajo la cobertura de los medios de comunicación masiva de “la lucha contra los oligarcas”, los grandes recursos materiales han sido recuperados por el clan de emprendedores y Siloviki (1) aliados de Putin. Al mismo tiempo la diferencia entre los más ricos y los más pobres aumentó el 20 %; casi se ha multiplicado por 17. La pobreza relativa de la mayoría de la población rusa se agravó a pesar de algún crecimiento de la renta en la primera mitad de los años 2000.
“El fortalecimiento del Estado”, según Putin, se hizo de modo que sin ningún control desde abajo, la burocracia comenzó a llenarse los bolsillos y los de sus “amigos” empresarios. Y era así a todos los niveles del sistema estatal; desde el presidente hasta los distritos municipales. Como el riesgo sobre la propia suerte de un funcionario no depende de los electores, sino de su lealtad a la jerarquía, tanto más resulta imposible criticar a las autoridades en los medios de comunicación sometidos a la misma burocracia. El resultado lógico es una verdadera explosión de corrupción; según Transparency International Rusia cayó del puesto 82 al 143 en su nivel de corrupción, comparable a Nigeria y a Uganda. Por lo tanto es completamente lógico que el partido dirigente sea apodado “el partido de los estafadores y de los ladrones”.
Pero la no satisfacción de las espectativas socioeconómicas de la población bajo el régimen de Putin, tan sólo consiguió empujar un proceso objetivo de formación de la conciencia ciudadana.
La transformación de los sujetos en ciudadanos es el resultado inminente de la modernización social debida, a su vez, a las leyes inmutables del desarrollo económico. La sociedad industrial madura; en lo referente al uso de las tecnologías más desarrolladas (particularmente de la información y de la comunicación), así como con un grado elevado de cultura urbana y educación, es naturalmente incompatible con regímenes autoritarios y totalitarios. La figura emblemática de esta sociedad es un trabajador cualificado cuya actividad cotidiana demanda una cierta autonomía y capacidades analíticas; y a quien tampoco se le puede cortar el acceso a la información en red, ni aislarlo de otra gente. Tal persona está desentrenada políticamente por la cultura autoritaria y el lavado de cerebro. Sintiéndose individuo (él o ella), naturalmente aspira a la libertad de su vida privada y pública y además demanda participar en la vida política (“la crisis de participación” según los politólogos). El sistema, que en nada depende de dicho individuo, no le conviene (“la crisis de legitimidad”). Si el poder le niega derechos políticos elementales, incluso el del sufragio; la protesta, tarde o temprano, será inevitable. Es por esta razón que los regímenes “comunistas” se derrumbaron, así como las dictaduras de Bielorrusia y (a la larga) de China, están condenadas al fracaso. Y es también por esta razón que el putinismo en Rusia sólo puede ser un fenómeno pasajero, incluso si la coyuntura económica fuera más favorable que en el momento actual. Los acontencimentos de diciembre de 2011 muestran bien a las claras que su tiempo se les pasa, si no es que ya ha pasado. El síntoma clásico de una situación prerrevolucionaria se anuncia: “los de abajo no queremos seguir viviendo como antes”.
¿Y qué hay de otro de los síntomas de esta situación, una crisis por arriba? Mediante el apoyo a la instauración del régimen bonapartista de Putin, la burguesía rusa ha ganado mucho. Y ciertamente no sólo la posibilidad de disfrutar tranquilamente de sus riquezas. Fue en defensa de sus intereses que la Duma de Estado (el parlamento ruso), dócil al presidente y transformada en máquina de votar; adoptó nuevas leyes fiscales, laborales, sobre los bienes inmuebles etc. Sin embargo, con el paso del tiempo, el mundo de los negocios en Rusia comenzó a inquietarse por la existencia de una “Espada de Damocles” encima de sus cabezas que, a ejemplo de Khodorkovski, amenazaba con caer en cualquier momento sobre todo hombre de negocios que hubiera perdido el favor de la burocracia central o local. Además, los siloviki comenzaron a transferir, con demasiado celo, recursos a manos del grupo militar-industrial de la burocracia dirigente; lo que causó el descontento de los jefes de las ramas “pekinesas”, especialmente en el sector de la energía. Tampoco la política exterior de Putin-Medvedev correspondía a los intereses de los accionistas de “Gazprom”; por ejemplo, obligándoles a pagar la cuenta de las medidas orientadas a “restaurar la gran potencia rusa”, como la intervención militar en Georgia.
Los síntomas de discrepancia en la clase dirigente debieron expresarse al más alto nivel. Lo cual ocurrió en noviembre de 2011 cuando el Ministro de Hacienda Koudrine se posicionó contra el presupuesto antisocial 2012-2014. El hecho inesperado de que “el primer liberal del sistema” no se mostrara indiferente a las necesidades de salud y educación, una vez más derribadas al ser víctimas de los gastos militares; expresa en realidad la indignación de una parte del mundo de los negocios contra la influencia económica del complejo militar-industrial.
Pero el síntoma principal de la crisis del modelo administrativo actual, fue la incapacidad de la burocracia putiniana de llevar a cabo un fraude electoral imperceptible durante las elecciones parlamentarias. Las técnicas que habían marcado las elecciones de 2007 y 2008 encallaron esta vez. Frente a un fracaso sin parangón del régimen, se reanimaron y se pusieron en movimiento ciertos elementos de los simulacros de estructuras políticas que habían desempeñado, hasta hacía poco, el papel de una “oposición domesticada”. Las tentativas de algunos representantes de “Rusia Justa” de mostrarse independientes (las marionetas rebeldes contra el marionetista debilitado) significaban la decadencia del sistema putiniano. Finalmente, el mismo Medvedev; el alter ego del “líder nacional”, tuvo que admitir que “el viejo modelo político se había agotado” y prometió algunas reformas de fachada.
En tales condiciones, “los de arriba ya no pueden gobernar como antes”. Lo que, según Tocqueville y Lenin, anuncia la revolución.
¿De la crisis a la revolucion?
Las revoluciones estallan cuando la sociedad siente la necesidad de las transformaciones radicales y las reformas no bastan. Estas últimas son posibles en la medida que corresponden a los intereses de la élite en el poder, al menos de su parte más importante. Con la ayuda de las reformas, los grupos dirigentes procuran modernizar el sistema existente y mantener el poder al precio de algunas concesiones. Pero lo que la sociedad rusa exige del régimen bonapartista; las elecciones justas y libres, es una concesión incompatible con la existencia misma de este régimen. El pequeño grupo alrededor del “líder nacional”, que ha concentrado todo el poder en sus manos, le comprende bien; es por eso que la vía de las reformas le resulta imposible. El régimen solo puede transformarse por la vía revolucionaria.
Sin embargo la situación prerrevolucionaria no es la revolución. Para que su potencial sea una realidad, hace falta que varios factores se combinen.
El éxito de la revolución depende ante todo de la elección de los medios de lucha. Las manifestaciones de masas son buenas para demostrar y consolidar las fuerzas, pero, como tales, no se encuentran en situación de hacer capitular a las autoridades. El gobierno puede tolerar durante mucho tiempo concentraciones parecidas e incluso más numerosas.
Tal como la experiencia histórica demuestra, el medio más eficaz es una huelga política. Significa que los que protestan se hallan en situación no sólo de hablar, sino también de actuar; de ejercer una influencia sobre la economía, sobre el funcionamiento de los órganos del Estado y, si es necesario, de paralizarlos. La lucha por la democracia puede unir a capas sociales muy diferentes en una frente antigubernamental. Así, en octubre de 1905, durante la primera revolución rusa, en la huelga general política participaron no sólo los obreros, también otros trabajadores, hasta los empleados del Senado y los actores de teatro; tal empuje masivo hizo recular al régimen zarista. Ninguna revolución democrática triunfante de los siglos XX-XXI ha tenido lugar sin huelgas políticas. Pero en el curso de los últimos acontecimientos en Rusia esta palabra clave de huelga todavía no ha sido pronunciada, no se ha convertido en la orden que hay que dar. Probablemente los iniciadores de las acciones, en una gran parte espontáneas, consideren que este procedimiento puede ser demasiado radical y no encontraría apoyo de las masas; la falta de experiencia en huelgas y la extrema debilidad del movimiento sindical independiente así lo atestiguan. Puede que para actualizar el llamamiento a la huelga, haga falta un agravamiento del conflicto social y un desarrollo del movimiento de contestación.
Cuando se trata de una revolución, la cuestión de la violencia se impone. La propaganda gubernamental intenta presentar esta idea, persuadiendo a la población que la revolución significa siempre ruina, sangre y muerte. Pero en realidad los movimientos democráticos de masas son hostiles a la violencia y jamás son los primeros en utilizarla; al contrario, la mayoría de las veces la inician los regímenes autoritarios que quieren mantenerse en el poder cueste lo que cueste. La violencia es el último recurso de estos regímenes, que la usan cuando otros medios de lucha contra el movimiento social se han agotado. Es por eso que una condición importante para el éxito de la revolución sea una escisión en el seno de las fuerzas del orden cuando una parte de su personal se niegue a reprimir a quienes protestan. Si esta apuesta es real o muy probable, las autoridades vacilarán mucho en recurrir a la violencia; lo que aumentará las posibilidades del triunfo suave y apacible de la revolución. Fue ésta una de las causas importantes del éxito de las revoluciones rusas, en febrero de 1917 y en agosto de 1991, lo mismo que las revoluciones “de terciopelo” en Europa del Este y las “revoluciones multicolores” en la ex-URSS. En este momento es difícil decir cuál sería la actitud de la policía rusa, CRS, etc., frente a la orden de suprimir por la fuerza los levantamientos populares. De un lado, según el sondeo del sindicato de policías, solamente el 7 % de estos últimos consideran a los manifestantes como “extremistas” y “agentes enemigos”. Del otro, nada prueba de modo explícito que ante una situación crítica; el personal de las fuerzas del orden esté dispuesto a defender los derechos humanos y escoja la causa popular.
La tercera condición importante para el éxito de las revoluciones democráticas, es la crisis de la élite dirigente que tiende a agravarse hasta el punto de provocar una escisión en esta última. Así ocurrió cuando los diputados y los generales influyentes, en febrero de 1917, persuadieron al zar a abdicar; y durante la “revolución naranja”, en Ucrania, cuando los miembros del Tribunal Supremo y un importante número de funcionarios se apartaron del régimen. Pero en los casos citados la élite dirigente era heterogénea, teniendo sus representantes una cierta autonomía. Y es lo que falta en la Rusia actual; los mecanismos de “poder vertical” controlados por Putin están totalmente privados de autonomía, además saben bien que el desmontaje del sistema lleva automáticamente a su caída. En la provincia (de Moscú), solamente podemos esperar vacilaciones de la burocracia local descontenta con la liquidación del federalismo bajo Putin.
Pero, a pesar de la situación prerrevolucionaria explícita en Rusia, el triunfo de la revolución democrática, por ahora, no está asegurado del todo. La agonía del régimen bonapartista podrá durar un cierto tiempo. Pero si la revolución está madura, es inevitable; es sólo cuestión de tiempo, tarde o temprano estallará.
Y si la revolución triunfa
Los límites de esta revolución, que en este momento solo puede ser política y democrática, están prescritos por la fuerza de las circunstancias. La sociedad rusa no está dispuesta a ir más lejos, los grupos sociales conscientes de sus propios intereses aún no están claramente formados en su seno; lo que por otra parte resulta explicable teniendo en cuenta las decenas de años de atomización totalitaria, una grave recesión económica y finalmente el bonapartismo. La sociedad aún está poco estructurada, por lo que no cabe esperar milagros. La revolución no resolverá de un solo golpe los problemas socioeconómicos, pero podrá crear las condiciones políticas e institucionales para su resolución; al menos las más favorables a la lucha social. La libertad política y la democracia no son una panacea, pero sin ellas ninguna mejora seria de los intereses de la gran mayoría de los trabajadores es posible.
Son mayoría los trabajadores que forman el grueso de participantes en el movimiento de contestación que comenzó en diciembre de 2011. Los estalinistas y ciertos liberales de derecha pretenden hacer creer que era una “muchedumbre burguesa” la que estaba en Moscú en la calle. Según un sondeo, el 75 % de los participantes en la grandiosa manifestación del 24 de diciembre eran asalariados y no ocupaban puestos dirigentes y el 68 % tenían un débil nivel de renta. En cambio, su nivel educativo era bastante elevado: el 83 % eran diplomados universitarios o con Máster. La fuerza principal de la lucha por la democracia es el proletariado del siglo XXI, cualificado y de alto nivel intelectual, pero privado del acceso decente a una parte de los bienes públicos. La misma capa social que anima los movimientos sociales en toda Europa.
En cuanto a las opiniones políticas, la mayoría relativa (38 %) de los participantes en las manifestaciones se dice demócrata y el 31 % simpatiza con los liberales. Por regla general, a tal movimiento, tales líderes. Son demócratas en el sentido más amplio de la palabra sin un programa social claro o se inclinan hacia posiciones liberales. Lo que la propaganda oficial advierte; “la revancha comunista”, no constituirá una amenaza para Rusia después de la caída del bonapartismo. No es por casualidad que el partido comunista se haya distanciado de las manifestaciones de masas bautizándolas de “peste naranja”. El PC ha estado siempre apoyando al régimen de Putin, cuya caída en lugar de reforzarlo lo debilitará. Muchos de los que votaron a los comunistas en las elecciones parlamentarias de 2011, por falta de una alternativa efectiva o protestando contra la influencia de “Rusia Unida”, hubieran preferido ciertamente votar a otras fuerzas políticas en unas elecciones libres. Un cuarto de los votos ha sido lo máximo que ha obtenido en las últimas elecciones el mutante político que ha elegido a Stalin como ídolo. Y qué decir también de un clon “radical” del PC, “El Frente de Izquierda”, que mezcla llamamientos al regreso de la URSS con cierto exotismo político; como las ideas de Gaddafi.
La amenaza nacionalista panrusa es mucho más grave. “La década de Putin” ha sido testigo de un gran desarrollo de las ideas nacionalistas que se transforman fácilmente en nazismo. Y el régimen tiene mucho que ver, al no tener otra ideología que un «estatismo» teñido de nacionalismo. La falta de libertad en la cultura social y política también ha contribuido a la propagación del matonismo como sustituto ideológico. Los resultados son la expansión de la xenofobia, inseparable del nacionalismo centralista; los pogromos étnicos (Kondopoga) (2); el terror nazi en la calle; la violencia de la chusma en la plaza Manejnaïa, en el centro de Moscú, etc. Las protestas de las masas contra el fraude electoral, suscitaron una actividad febril en el seno de los nacionalistas rusos, que intentaron unirse al movimiento democrático para surfear sobre la ola ascendente. Quieren ser reconocidos por la opinión pública, fundamentalmente, como una fuerza política. Pero detrás de estos “nacionalistas demócratas” se esconden nazis convencidos. Por otra parte, la misma noción de “nacionalismo democrático” queda vaciada de sentido; las pretensiones a la superioridad de una “nación titular” sobre otras, son profundamente incompatibles con los principios de la democracia.
Es por lo que la adhesión al comité organizador de las manifestaciones de protesta de individuos como Vladimir Tor (Vladlen Kraline) (DNPI), apologista de los asesinos del abogado antifascista Stanislav Markelov y de la joven periodista Anastasia Babourova y aliado a estructuras nazis clandestinas; haya sido una gran equivocación de los líderes del movimiento democrático. La participación de la extrema derecha en las acciones de calle, con sus banderas y sus portavoces en la tribuna, puede tener consecuencias graves; esas fuerzas saldrían de la marginalidad. Las autoridades han realizado la jugada perfecta. Esperando atraer a nuevos manifestantes del campo de la extrema derecha, los organizadores del movimiento corren el riesgo cierto de desacreditar su causa y restringir adhesiones por la base. Lo que inquieta más es el ascenso de figuras como el «demócrata nacionalista» Alexey Navalny a quien le gustaría imitar la carrera política de Jean Marie Le Pen. Este organizador de las “marchas rusas” y militante de “La Unión de Accionistas Minoritarios” pretende abiertamente “legitimar el nacionalismo”. El ejemplo de Alemania de los años 20-30 demuestra a lo que puede llevar un movimiento nacionalista “de accionistas minoritarios” enfundado en la bandera de la anticorrupción.
Sin embargo es muy poco probable que el triunfo de la revolución democrática refuerce a los nacionalistas. Su objetivo social de grupo es ya compartido entre el Partido Liberal Demócrata (LDPR) (3) y el PC, lo que les deja poco terreno a los “nuevos” nacionalistas. Según los sondeos, el 75 % de la población rusa no aprueba la hostilidad hacia otros grupos étnicos. Conscientemente o no, la mayoría de la gente en Rusia considera que el incremento de la xenofobia sería desastrosa para un país multiétnico como el suyo. Y los militantes de base del movimiento contestatario expresaron su fuerte rechazo al nacionalismo, silbando a los oradores de extrema derecha en las multitudinarias manifestaciones de Moscú. Solamente el 2 % de los manifestantes del 24 de diciembre se solidarizaron con “un partido de nacionalistas rusos”. Así, sin negar el peligro del nacionalismo panruso, forzado es constatar que la acreditada tesis a golpes mediáticos (“si se caza a Putin, vendrán los nazis”), es sólo un truco de la propaganda.
Otro sujeto preferido de esta propaganda es “una revancha de los oligarcas”. Se afirma que la caída del régimen llevará al regreso puro y simple de los tiempos de Eltsin, de los personajes de la época como Kassianov, Nemtsov, etc., que volverían al poder. En realidad, nada es más dudoso. El putinismo es un producto natural del «eltsinimo», y su hundimiento provocará el de toda la construcción política que le sirvió de base. La Constitución “hiperpresidencial” de 1993 está en el origen del bonapartismo actual. Sin ninguna duda, la democratización radical demandará inclinar la balanza del poder a favor del parlamento. Y aunque Rusia no se convierta en una república parlamentaria, en cierta manera el pueblo influirá más eficazmente en la formación del gobierno; pues sabrá cortar el paso a personajes desacreditados como Kassianov, o a los abiertamente defensores de los grandes negocios como Prokhorov.
La tarea objetiva de la revolución democrática en Rusia consiste en liberar a la sociedad civil del yugo autoritario y burocrático; la creación de un espacio político donde todas las fuerzas sociales puedan expresar sus intereses. A la larga, esto permitirá colmar el vacío del ala izquierda del movimiento político en Rusia. La falta de un movimiento organizado de izquierda (aparte de los grupos minúsculos de trotskistas y anarquistas) no puede durar mucho tiempo y los diferentes grupos estalinistas o simulacro de “socialistas revolucionarios”, que hacen el papel de izquierdistas, no serán capaces de reemplazarlo. Ahora mismo el 17 % de los que protestan se reclaman de la izquierda no comunista. Su posición todavía no está representada políticamente, pero tarde o temprano debe comenzar la consolidación de las fuerzas democráticas de izquierda, antitotalitarias e internacionalistas; en la defensa de los derechos humanos y los intereses de los trabajadores.
Debido al prudente “comunista” Zuganov, Rusia no “ha agotado su recurso a las revoluciones”. La historia no conoce límites; las revoluciones continúan hasta que sus tareas son realizadas. Por ejemplo, en Francia, el establecimiento del sistema democrático necesitó cuatro revoluciones durante 80 años. El grupo dirigente, organizando hermosas manifestaciones de barrenderos a la orden “Fuck the Revolution!”, constata el hecho del marasmo que precede a la muerte, el miedo al ineluctable final. La necesidad siempre prevalece sobre conjuras burocráticas.
Notas
(1); Funcionarios del régimen, cuyo poder radica en el control de los aparatos de seguridad del estado.
(2); En 2007, en la pequeña ciudad industrial de Kondopoga (República de Karelia), cerca de la frontera ruso-finesa; se produjeron ataques violentos y actos vandálicos contra las minorías caucásica y chechena. El instigador del pogromo fue el ultranacionalista “Movimiento contra la Inmigración Ilegal” (DPNI), que movilizó a militantes de este grupo xenófobo y nacionalista panruso, llegados desde otras ciudades del país, para participar en la razia. Estos a su vez estuvieron apoyados por grupos neo nazis locales que habían estado calentando el ambiente; incitando a los jóvenes a actuar contra la población no eslava. Los fascistas pudieron actuar impunemente porque contaban con el apoyo de la burguesía local. El diputado local Nikolai Kourianovitch; del partido Liberal Demócrata de Rusia (LDPR), había invitado oficialmente a Kondopoga al líder del DNPI, Aleksandr Belov, llegando a realizar un llamamiento a la formación de una milicia de antiguos combatientes rusos de la guerra de Chechenia para restablecer el orden.
(3); El partido nacionalista pro-gubernamental del notorio líder populista Vladimir Zhirinovski.
29 de diciembre 2011
Alexei Gusev, Centro Praxis (http://www.praxiscenter.ru)